Tras el acuerdo con los bonistas, el Presidente enfrenta un verdadero desafío político antes que económico
Tras el acuerdo con los bonistas, el Presidente enfrenta un verdadero desafío político antes que económico
Alberto Fernández había condicionado su plan económico a las tratativas con los acreedores. Pero ahora sigue la negociación con el Fondo. Ante la gravedad de la crisis, parece necesario un acuerdo con otras fuerzas. Pero la reforma judicial va en sentido
El Gobierno acaba de dar un primer y necesario paso para construir certidumbre en medio del deterioro económico y social agudizado por la cuarentena. Es un dato significativo y a la vez condicionante: Alberto Fernández explicó su decisión de no presentar –y antes, definir- un programa económico hasta cerrar trato con los acreedores externos. Esto último acaba de ser acordado y sería formalizado en pocas semanas. La siguiente entrega, inmediata y con impacto a futuro, es la negociación con el FMI. Pero no sería todo. A la par, el Presidente definirá de hecho si privilegia la interna o busca un acuerdo político consistente para darle sustento al plan que deberá enfrentar “la mayor crisis que se recuerde”, según sus palabras.
La gravedad de la crisis no está en discusión, aunque las dudas sobre el modo de enfrentarla son ampliadas por la simplificación del discurso político acerca de sus causas profundas e incluso estructurales, más allá de la sucesión de “herencias” lamentadas cíclicamente. El Presidente dijo que el acuerdo de ayer representa “autonomía” para las decisiones y genera un horizonte más despejado. El ministro Martín Guzmán se mostró un poco más cauto y jugó entre señalar los problemas que siguen abiertos y la tranquilidad económica que generaría de entrada el entendimiento con los bonistas. En ese contexto, Alberto Fernández incrementó su capital político. El interrogante, entonces, es cómo lo utiliza.
Visto de ese modo, y como casi siempre, el verdadero desafío es político antes que económico. Y ese dato es gravitante para las conversaciones que se abrirán con el FMI, ya en otro contexto. La “solidaridad” del organismo internacional con la posición del Gobierno estuvo asociada al menos hasta ahora a una coincidencia táctica: el objetivo de un acuerdo para reestructurar la deuda con los bonistas, con cesión por parte de los acreedores, antes de sentarse a conversar un entendimiento en el que pesarán sin dudas y mucho las posiciones de Estados Unidos y los otros países de mayor poder en el Fondo.
Ese objetivo en dos pasos –en el orden referido- hizo que sonara extemporánea y hasta poco creíble la alternativa de clausurar el diálogo con los acreedores externos y sentarse a acordar con el Fondo. Fue una posición de “máxima” que el Gobierno dejó trascender como advertencia frente a los principales grupos de tenedores de bonos argentinos. Duró apenas unas horas, hasta retocar la oferta finalmente aceptada.
Lo dicho: el Fondo expuso desde el inicio de esta etapa un juego en dos tiempos. Y expresó públicamente su estrategia con el respaldo repetido a una salida que considerara la “sostenibilidad” futura de la economía argentina, condición que medida en valor real de la oferta no resultó inamovible y fue escalando de los menos de 40 dólares iniciales a los casi 55 de ayer por cada 100 en los papeles originales. Es probable que las próximas charlas con Guzmán deriven en cuestiones más sensibles, aún en el caso de que siga imperando la voluntad expresada hasta el momento por Kistalina Georgieva.
El Fondo no puede realizar quitas. Y la posibilidad de refinanciamiento volvería a remitir a un acuerdo de facilidades extendidas, según la mirada de economistas experimentados. En cualquier caso, un trato demandaría algún tipo de programa económico, con eje en cuestiones básicas como niveles de déficit, recursos y gastos. Eso, sin contar los señalamientos tradicionales sobre la necesidad de reformas estructurales, capítulo en el que suelen ser anotados viejos puntos de discusión sobre el sistema previsional o la legislación laboral.
Se verá. El Fondo ha demostrado flexibilidad según los tiempos y el juego estratégico de sus socios mayores. Pero con el temario que sea, todo vuelve al punto inicial para el Gobierno: la decisión política para encarar una crisis de profundidad aún en pendiente. No se resolvería con apoyos como los expresados en estas horas por la oposición, incluso en materia legislativa, que en líneas generales destaca el acuerdo con los bonistas. Casi un mensaje de rigor a la espera de las señales que sigan.
En rigor, la última gran movida del Gobierno fue en sentido contrario a la idea de algún tipo de acuerdo político sólido con la oposición e incluso puso en discusión la actitud de sectores considerados aliados, como el más ligado a Roberto Lavagna. La reforma judicial –que de hecho suma el proyecto de ley para el fuero federal y la presión sobre la Corte Suprema- volvió a fisurar la relación con Juntos por el Cambio y generó un cierre de filas en esa coalición, aunque no borre sus internas.
Un dato algo inadvertido en un clima dominado por el coronavirus y con otros costados salientes –no sólo la economía, sino también y de manera creciente la inseguridad- fue la última carga del kirchnerismo duro sobre Horacio Rodríguez Larreta. A cierta y visible tensión con la provincia de Buenos Aires por el manejo de la cuarentena, se añadió un cuestionamiento al jefe de gobierno porteño a raíz de los incidentes registrados en el reciente acto por Santiago Maldonado. Lo expresó Eduardo “Wado” de Pedro y lo potenció Cristina Kirchner.
Los mensajes tienen sentido doméstico y externo. Y refuerzan de hecho el interrogante sobre la decisión de Olivos. La línea de cualquier entendimiento con la oposición tensa el frente interno del oficialismo, genera reacciones con sello de CFK sin importar si todo es fruto de cálculos pragmáticos frente a la pandemia o de convicciones presidenciales. Y el camino que expone la reforma judicial cierra el andarivel para un entendimiento amplio con la oposición. Esa contradicción es política, como su resolución. Y depende del Presidente.
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